17/4/24

Chantal Maillard. Decir los márgenes




Chantal Maillard.
Decir los márgenes.
Conversaciones con Muriel Chazalon.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2024.


“Una de las estrategias de Chantal Maillard ha sido hacer de los márgenes el centro mismo de su escritura, transformándolos en un lugar de narración posible. Quiero pensar que estas conversaciones apuntan al blanco de su obra”, escribe Muriel Chazalon en ‘Prestar oídos de murciélago’, el texto que a modo de prólogo abre Decir los márgenes, una larga e intensa conversación escrita en la que dialoga con Chantal Maillard en un volumen magníficamente editado por Galaxia Gutenberg que llega hoy a las librerías.

Un espléndido conjunto de conversaciones que abordan en nueve secciones los “nueve umbrales” (Márgenes, El hambre, El semejante, Monstruos, Ficciones, In-significar, Enmudecer, El método, El animal-en-mí) que reflejan los temas nucleares de la obra poética y ensayística de Chantal Maillard.

“Hay muchos tipos de márgenes, ciertamente -afirma Muriel Chazalon en la conversación del ‘Preámbulo’-: márgenes de afuera y márgenes de adentro. No pretendemos aquí decirlos todos. […]
Queremos en estas conversaciones prestar atención a los márgenes interiores, los del lenguaje o los del yo, lugares de la conciencia de los que te has ocupado ampliamente: aquellos planos de percepción y de participación a los que señalas como «refractarios al lenguaje» y, por consiguiente, al yo. Los márgenes, entonces, como suspensión indefinida de los artefactos discursivos, lugares de apertura o brechas por donde accedemos a una reserva de silencio, de vaciamiento, de respiración, desde la que es posible señalar, indicar, llevar a la superficie decible lo infra-percibido que escapa al lenguaje al uso. Estos márgenes del lenguaje son, en tu escritura, el hábitat natural del poema.
Decir o escribir los márgenes se parece mucho, en el fondo, a una actividad de traducción: volver audible, dar voz a algo ininteligible, olvidado o desoído que, a menudo, se experimenta y se expresa intuitivamente a través del cuerpo, y que hoy se ha vuelto silencioso debido, en gran parte, al empobrecimiento de nuestra sensibilidad, a la reducción de las formas de atención y de las cualidades de disponibilidad.”

En la ‘Nota errática’ final, que Chantal Maillard escribe a modo de conclusión y de recopilación de lo tratado en estas conversaciones, afirma a propósito de la importancia de los márgenes, “esos lugares en los que acostumbramos a recluir todo lo que nos molesta, nos aterra, nos enfrenta a nuestra ignorancia o, simplemente todo lo que no percibimos”: 

Sorprendentes, misteriosos márgenes que hacen del texto, texto y de la vida, nuestra vida. Algunos transitables, otros, impracticables, pero siempre asombrosamente generosos en saberes y enseñanzas. Algunos recorrimos, de los más accesibles, en estas páginas, a otros accedimos tan sólo para señalar sus límites, por siempre infranqueables. En todos ellos, sin embargo, se ofrecía un enigma, y bien saben los dioses que esto es suficiente para que, en el intento de descifrarlo, los humanos agotemos la fuerza que ellos necesitan para existir. Lo que no saben los dioses es que en el viaje mismo que emprendemos está ya la respuesta y que, como nos enseñó Wittgenstein, la solución de un problema consiste en descubrir que el problema no existe.

Coherentemente con su contenido y con las miradas al mundo que refleja, este es un libro en el que estructural y tipográficamente el margen tiene tanta importancia como el centro. Y a esos márgenes se van incorporando indicadores de conceptos y referencias, anotaciones temáticas o citas de fragmentos de ensayos o de poemas de Chantal Maillard, con lo cual el lector dispone de una guía de primera mano para entrar desde esos umbrales en el mundo poético y filosófico de la autora. 

O para revisitar su universo poético a través de la amplia antología poética y ensayística que se va componiendo en el margen de sus páginas con fragmentos de libros poéticos como Medea, Cual menguando, Hilos o Matar a Platón; de ensayos como La razón estética, La mujer de pie o La compasión difícil; de diarios como Filosofía en los días críticos o La arena entre los dedos.

Y para profundizar, con la ayuda del minucioso índice analítico que cierra el volumen, en la raíz vital y en el sistema ético y conceptual que sustenta o impulsa ese potente mundo literario de Chantal Maillard, que deja en estas conversaciones sus claves vitales, poéticas y filosóficas: la emoción estética y la ética de la compasión, la reflexión sobre la escritura y la palabra, la noción de exilio interior, el mito y la religión, la representación y la creencia, la vida y la muerte, la palabra y el mundo, la ecosofía y la ethopolítica, el cuerpo y el universo como proceso, lo real y la metáfora, el logos y la physis, el misterio y lo secreto, la contemplación y el rito, la experiencia de los límites en el poeta y el filósofo, la mente y el vaciamiento del yo, la inocencia y el asombro, el enmudecimiento y el silencio como creación:

“Crear silencio -afirma Chantal Maillard- es ahora más importante que nunca. El silencio de fuera, por supuesto -silenciar los estímulos de todo tipo, no solamente los auditivos- pero, sobre todo, el silencio interior. Crear silencio no significa inventar algo nuevo, significa eliminar, despejar, vaciar. Al contrario de lo que solemos pensar, la acumulación no es riqueza, sino empobrecimiento, y mayor riqueza hay en un espacio vacío que en uno lleno. La quietud es inconmensurable como lo es el estado de paz, un bien que siempre fue escaso entre los humanos.”

Estas conversaciones están atravesadas por reflexiones de ese tipo. Dejo aquí otra muestra con las significativas palabras de Chantal Maillard sobre la concepción del poema y los límites del lenguaje, que la aproximan a la actitud del poeta místico ante la experiencia inefable de la creación poética:

Al margen de mí, ya sabes, balbuceo. La voz poética a veces intuye y dice más de lo que yo alcanzo a saber.

Santos Domínguez 


15/4/24

Wilkie Collins. Amor ciego

  


Wilkie Collins.
Amor ciego.
Traducción de Pedro Horrach Salas.
Montesinos. Barcelona, 2024.

Cuando se cumple el bicentenario de Wilkie Collins (Londres, 1824-1889), Montesinos recupera en una cuidada edición su novela inédita y póstuma Amor ciego, que se añade a las casi veinte que ya formaban su Biblioteca Wilkie Collins.

Estos son sus párrafos iniciales:

Poco después del amanecer, en una nublada mañana del año 1881, un mensajero especial perturbó el reposo de Dennis Howmore en su lugar de residencia en la agradable localidad irlandesa de Ardoon. 
Bien familiarizado, al parecer, con el camino de subida, el hombre golpeó la puerta de un dormitorio y gritó su mensaje a través de ella: “El señor quiere verte, y no le hagas esperar.”

Traducida por Pedro Horrach Salas, abre esta edición un prefacio de Walter Besant, que recuerda que un Wilkie Collins moribundo le rogó que completase la novela, que venía publicándose en el Illustrated London News y que se editó en forma de libro en 1890, un año después de la muerte de su autor.

Besant explica en ese prefacio, que apareció en aquella primera edición, las circunstancias y el alcance de su colaboración y cómo llevó a cabo el proceso de escritura para rematar la novela a partir de las detalladas notas preliminares que heredó de Collins, que había dejado minuciosamente diseñado el plan estructural de los capítulos restantes hasta el desenlace, por lo que “la trama de la novela, cada escena, cada situación, de principio a fin, es obra de Wilkie Collins.”

Sus sesenta y cuatro capítulos, organizados en tres partes y enmarcados en un prólogo y un epílogo narrativos, desarrollan una trama argumental que tiene como eje la figura de Iris Henley, su peculiar protagonista femenina, una joven brillante e inconformista que se rebela contra la autoridad paterna cuando se niega a asumir un matrimonio de conveniencia concertado por su padre.

Su primera difusión por entregas en 1889 y su orientación a un público lector fundamentalmente femenino son factores determinantes de los temas, las actitudes de los personajes o la organización del argumento en secuencias que construyen una trama para captar el interés continuado del público lector. 

Atento a los problemas sociales, Collins superpuso la peripecia sentimental de la protagonista, enamorada del activista y pistolero irlandés Lord Harry Norland, con la situación política y diseñó este Amor ciego sobre el telón de fondo de la incipiente cuestión irlandesa para vincularla con las reivindicaciones feministas. 

A aquellas alturas Wilkie Collins, aun en decadencia, era un novelista de sólido oficio, experto en construir peripecias sorprendentes y en elaborar entramados argumentales efectivos para llegar a un público amplio. Pensó titularla Lord Harry, que es el nombre familiar con el que se designa al diablo en Inglaterra. Y esa idea del personaje demoníaco aparece en primer plano en el cierre de la primera parte, planteado como una secuencia que luego hemos visto repetidamente en los guiones cinematográficos:

-Vámonos -gritó al cochero. Alarmado por su voz y su mirada, el hombre preguntó hacia dónde debía conducir. Lord Harry señaló furioso el camino que estaba ante ellos-. ¡Conduce al Infierno!

Y con esa misma rapidez se va sucediendo un entramado de conspiraciones, sociedades secretas, asesinatos y venganzas, de complicidades y secretos, hasta el párrafo final:

Ella tiene un secreto, y sólo uno, que oculta a su marido. En su escritorio conserva un mechón de pelo de Laura Harry. ¿Por qué lo guarda? No lo sé. El amor ciego nunca muere del todo.

La agilidad narrativa, la minuciosa descripción de ambientes, los giros insospechados de la acción, la agudeza en el diseño psicológico de los personajes, la planificación graduada del suspense o el ejemplar manejo de los diálogos son algunos de los rasgos de la maestría novelística de Wilkie Collins, que concentró muchos de ellos en La dama de blanco, novela de misterio y pesquisas, o en La piedra lunar, seguramente la mejor novela policial de la historia. 

En sus últimos años arrastraba una larga decadencia física y literaria, provocada en gran medida por su condición de opiómano, pero esos rasgos magistrales siguen estando presentes en esta su última novela, que dosifica la intriga con títulos de capítulos como estos: ”Primeras sospechas de Iris”, “Las palabras fatales”, “El médico en apuros”, “La primera pelea”, “La fotografía del muerto” o “El último descubrimiento”.


Santos Domínguez 





12/4/24

Miguel Artola. Los afrancesados


Miguel Artola.
Los afrancesados.
Alianza editorial. Madrid, 2024.


Miguel Artola, uno de los historiadores más eminentes de la segunda mitad de siglo XX, publicaba en 1953 Los afrancesados, un ensayo elaborado a partir de su tesis doctoral sobre la historia política de los afrancesados. Era su primera obra y desde entonces se han ido sucediendo distintas reimpresiones y ediciones, la última en El libro de bolsillo de Alianza editorial.

La abre un prólogo de Gregorio Marañón, que resalta en él que este ensayo es “una contribución más a la reivindicación de los afrancesados. No es esta reivindicación su conclusión expresa; acaso no es la que el autor se ha propuesto, pero sí la que extrae el lector de su sabrosa lectura.”

A analizar la ideología afrancesada se dedica el primero de los nueve capítulos del libro. Un capítulo fundamental donde se delimita la figura de los afrancesados, y se fijan el objeto de estudio del ensayo y el núcleo interpretativo de su papel histórico. 

Frente al tópico negativo que los descalifica como traidores, oportunistas o ingenuos, Artola reivindica a los afrancesados españoles que apoyaron el reinado de José Bonaparte, un rey débil y atormentado, cada vez más preocupado de su función militar y más despreocupado de la actividad política. Esos afrancesados eran herederos del pensamiento ilustrado de la época de Carlos III, desmantelado en los veinte años de reinado absolutista de Carlos IV.

Artola establece una distinción fundamental entre dos formas de afrancesamiento que se han confundido o se han superpuesto a menudo: el ideológico, que se identifica con el liberalismo, y el político, de carácter colaboracionista. 

No faltaron entre los afrancesados de ese último tipo los oportunistas y los acomodaticios y hubo además una mayoría de meros supervivientes que acataron sin convencimiento y por interés la fuerza del invasor, los juramentados. Pero a quienes destaca Artola como patriotas es a aquellos otros colaboracionistas -una minoría- que apoyaron a José Bonaparte desde su convicción monárquica y la creencia en su política reformista frente a los procesos revolucionarios.

“Con rara unanimidad -escribe Artola- los ilustrados del tiempo de Carlos III se enrolaron bajo las banderas de José I, constituyendo el núcleo del partido que se llamaría afrancesado.”

Los afrancesados, reformistas moderados, intervinieron en política entre 1808 y 1833, desde el motín de Aranjuez y la mascarada de Bayona con la que comenzó José I su reinado, hasta la regencia de María Cristina y la caída del último ministro afrancesado, Javier de Burgos. Formaron parte de la primera generación de políticos que tuvieron que tomar partido ideológico para crear un sistema político y una forma de Estado frente a tendencias más conservadoras, como el absolutismo, o más progresistas, como el liberalismo, aliados mutuos y ocasionales en lucha contra el francés.

Y tras establecer el marco teórico del estudio, los motivos políticos e históricos de los afrancesados, sus presupuestos ideológicos y sus tres principios doctrinales -monarquismo, oposición a los avances revolucionarios y necesidad de reformas políticas y sociales-, los principios generales de la ideología napoleónica y su proyecto político para España, el resto del ensayo aborda la intervención de los afrancesados en el gobierno, su actividad política durante los dos agitadísimos reinados de José I y la represión y el destierro que sufrieron tras su abdicación y al regreso de Fernando VII.

En conjunto, resume Artola, “nada: una historia mediocre, un gobierno pobre, sin poder y sin dinero, reducido al extremo de carecer de pan y lumbre, dependiente en todo de la suerte de las armas francesas. Cuando ésta se vuelva adversa, Napoleón dará nuevamente el último paso, y decidirá la sustitución de su hermano por Fernando. El antagonismo se resolverá de la única manera posible: la expulsión de José del trono español, sólo que esta separación, más que abdicación, anuncia ya la de su hermano, el antaño todopoderoso emperador de los franceses.”


Santos Domínguez 

 

10/4/24

Luis Martín-Santos. Tiempo de silencio

  


Luis Martín-Santos.
Tiempo de silencio.
Prólogo de Enrique Vila-Matas
Seix Barral. Barcelona, 2024.

“Luis Martín-Santos fue hombre de excepcionales dotes intelectuales; alguien que retrató con gran talento la miseria moral de la posguerra, cuya atmósfera trasladó a Tiempo de silencio, novela que en 1961 publicó Seix Barral en Barcelona.
La aparición de Tiempo de silencio, cuando todavía en el ruedo literario templaba y mandaba la crítica literaria y no tanto los prejuicios del mercado, iba a significar un antes y un después en la narrativa española del siglo pasado”, escribe Enrique Vila-Matas en la primera de las catorce secuencias de “Por la libertad, Sancho”, el texto que sirve de prólogo a la edición conmemorativa de Tiempo de silencio que publica Seix Barral con motivo del centenario de Luis Martín-Santos.

Tiempo de silencio apareció no en 1961, sino en 1962, el mismo año que Dos días de septiembre, de Caballero Bonald, Tormenta de verano, de García Hortelano y Fin de fiesta, de Juan Goytisolo. Las cuatro en Seix Barral, las cuatro con los habituales choques con la censura, que mutiló seriamente Tiempo de silencio. Pero en comparación con esas tres novelas representativas de los modos narrativos de finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta en España, se puede apreciar con más claridad la novedad que representaba Tiempo de silencio en una época marcada aún por el neorrealismo o el realismo social al que se adscriben esas tres obras. Porque si Tiempo de  silencio rompe argumental, formal y estilísticamente con ese modelo, su carga de crítica social y cultural es sin embargo no sólo más explícita, sino más solida y muy superior a la de las otras tres.

Tiempo de silencio es un artefacto literario y estilístico de primer nivel, capaz de fundir lo tradicional de su estructura argumental lineal (planteamiento, nudo, desenlace) con el enfoque contemporáneo del tiempo reducido o el alarde de su novedad estilística y su creatividad lingüística; la novelística barojiana con el Ulysses de Joyce; la narrativa contemporánea con la subliteratura folletinesca (las chabolas, el aborto, la muerte, la denuncia, la detención); la técnica vanguardista de la secuencia con el enfoque realista del narrador omnisciente, casi decimonónico; la capacidad analítica del ensayista en las digresiones sobre Madrid, las corridas de toros o el teatro, con el virtuosismo lingüístico y, finalmente, la capacidad descriptiva con la actitud crítica, como en la reflexión sobre la capital, que abarca la segunda secuencia de la novela. Es uno de sus momentos más memorables, del que dejo una breve muestra:

Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros —por otra parte— que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador […] que no tienen catedral.

La coexistencia o la superposición de mundos (de la burguesía refinada de Matías al lumpen degenerado de Cartucho) y de lenguajes (del nivel científico al argot quinqui, de la abundante creatividad neologista a lo coloquial), la suma de reflexión y de burla, de lo local y lo universal, de lo culto y lo popular, del homenaje y la parodia son algunas de las claves constructivas de Tiempo de silencio. Y como resultado de esa integración de contrarios, la realidad y la literatura se conjugan en un difícil equilibrio bajo la mirada incisiva e irrepetible de un autor que se confunde a menudo con el narrador a lo largo de una novela itinerante con constantes cambios estilísticos y espaciales que son el contrapunto dinámico a la concentración temporal de la acción propia de la novela contemporánea. 

Y el eje vertebrador que articula toda esa construcción literaria es una mirada subjetiva, humorística e irónica que se expresa con brillante causticidad y con sarcasmo hiriente a través de las disfunciones estridentes entre la sórdida realidad que se representa y las constantes referencias literarias y guiños culturales que la aluden (de la Biblia a Shakespeare, de Sartre al Quijote, de la tragedia griega a Ortega), o con el impulso metafórico, épico o mitificador que se proyecta hacia una realidad miserable, por ejemplo en el episodio de las tres diosas de la pensión o en el encuentro con el Muecas:

Y tras haber contemplado el impresionante espectáculo de la ciudad prohibida con los picos ganchudos de sus tejados para protección contra los demonios voladores, descendieron Amador y don Pedro desde las colinas circundantes y tanteando prudentemente su camino entre los diversos obstáculos, perros ladradores, niños desnudos, montones de estiércol, latas llenas de agua de lluvia, llegaron hasta la misma puerta principal de la residencia del Muecas. Allí estaba el digno propietario volviéndoles la espalda ocupado en ordenar en el suelo de su chabola una serie de objetos heteróclitos que debía haber logrado extraer —como presuntamente valiosos— del montón de basura con el que desde hacía unos meses tenía concertado un acuerdo económico de aprovechamiento. Mas en cuanto les hubo advertido gracias a un significativo sonido brotado de la carnosa boca de Amador, se incorporó con movimiento exento de gracia y en su rostro, surcado por las arrugas del tiempo y los trabajos y agitado por la rítmica tempestad del tic nervioso al que debía su apodo, se pintó una expresión de viva sorpresa.
—¡Cuánto bueno por aquí, don Pedro! ¡Cuánto por aquí! ¿Por qué no me has avisado?

Sobre ese extrañamiento de una realidad cercana, la del Madrid de 1949, se proyectan abundantes rasgos autobiográficos, reconocibles en la figura del protagonista, Pedro. En él y en la figura de su amigo Matías condensó Martín Santos parte de su experiencia madrileña entre 1946 y 1949.

La pensión de Barquillo 22 que evocó Juan Benet (Matías en la novela) en su imprescindible ‘Luis Martín Santos. Un memento’; el Instituto de Experimentación Biológica de la Facultad de Medicina; las tertulias en los cafés; las tabernas y las borracheras o los prostíbulos de los sábados; las conferencias de Ortega en el cine Barceló o la detención en la Dirección General de Seguridad en 1958 son algunos de esos escenarios madrileños de una novela en la que la ciudad tiene un papel central:

De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimento en la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras la barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos aunque unidas por una misma voluntad de poder merced al cual los vendedores de petardos.

Así cierra Enrique Víla-Matas su texto preliminar: “Claro que, justo ahora, cerramos el universo infinito de este instante, de este segundo, para que entre el siguiente. Paso al tiempo de silencio. Atrévanse a aventurarse. Les asombrará ver de lo que fue capaz el excepcional autor pese a tanto obstáculo invencible.”

Fue capaz de esto, de Tiempo de silencio, una construcción estilística y literaria de una altura pocas veces alcanzada en lengua española, una novela imprescindible de la literatura española del siglo XX por la que no ha pasado el tiempo ni se ha impuesto el silencio.

Santos Domínguez 



8/4/24

Virginia Woolf. La señora Dalloway recibe

  


Virginia Woolf.
La señora Dalloway recibe.
Edición de Itziar Hernández Rodilla. 
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2023

La señora Dalloway dijo que iría ella por los guantes. El Big Ben estaba sonando cuando salió a la calle. Eran las once en punto y la hora estaba flamante, como recién hecha para que la estrenasen unos niños en la playa. Pero había algo solemne en el columpiarse deliberado de las campanadas repetidas; algo que se agitaba en el murmullo de las ruedas y el arrastre de los pies.

Así comienza La señora Dalloway en Bond Street, el primero de los textos de Virginia Woolf que se recogen en el volumen La señora Dalloway recibe, que publica Cátedra Letras Universales con edición de Itziar Hernández Rodilla. 

Con la sustitución de “guantes” por “flores”, la primera frase de la novela es una leve variante del comienzo de ese relato, escrito en 1922. A esas alturas Virginia Woolf tenía la seguridad de haber encontrado su propia voz narrativa. Ya el 26 de julio de ese año había anotado en su diario: “No tengo la menor duda de que he descubierto la manera de comenzar a decir algo (a los cuarenta) con mi propia voz; y esto me interesa de tal manera que creo que puedo seguir adelante sin necesidad de elogios».

El conjunto reúne siete relatos escritos entre 1922 y 1925 que giran alrededor de la fiesta de la señora Dalloway y recupera en apéndice algo más de tres capítulos de su primera novela, Viaje de ida (1915), en los que había aparecido ya la figura de Clarissa Dalloway, en viaje en barco con su marido Richard. El personaje de Clarissa Dalloway, inspirado en principio en su amiga Kitty Maxse, acabó convirtiéndose en una proyección de la propia autora. 

De esa manera, en conjunto y en perspectiva, estos textos reflejan la evolución del proceso creativo de Virginia Woolf y la prehistoria de La señora Dalloway, su primera obra maestra, que publicó en 1925.

La señora Dalloway en Bond Street anticipa en versión abreviada el método narrativo característico de Virginia Woolf, que tendrá una de sus más altas manifestaciones en la novela La señora Dalloway: una suma de detalles externos y pensamientos en el trayecto que recorre desde su casa a la tienda para comprar unos guantes, la perspectiva subjetiva a través del estilo indirecto libre y la corriente de conciencia y el torrente de evocaciones del pasado que suscita en el personaje lo que ve en su recorrido.

La sucesión torrencial de pensamientos, sensaciones y recuerdos que dibujan el mundo íntimo del personaje y su relación conflictiva y contradictoria con el mundo, el conflicto interior y la afirmación de la identidad desde la inseguridad son las novedades que explora en todos estos textos Virginia Woolf, que sin romper del todo con la narrativa tradicional, aborda con esa nueva técnica narrativa temas como el paso del tiempo y la madurez o el papel de la mujer en la sociedad contemporánea y en la vida urbana.

En El vestido nuevo, otro de los relatos del libro, se leen estas líneas sobre su protagonista, Mabel:

No era feliz. Era un momento insípido, solo insípido y ya. Su desdichado yo de nuevo, ¡sin duda! Siempre había sido una madre inquieta, débil, poco satisfactoria, una esposa floja, vacilando en una especie de existencia a media luz, con nada demasiado claro o atrevido, o más una cosa que otra, como todos sus hermanos y hermanas, excepto tal vez Herbert: todos eran las mismas pobres criaturas de sangre aguada que no hacían nada. Entonces, en medio de esa vida lenta, arrastrada, de pronto, se encontraba en la cresta de una ola.

Santos Domínguez 


5/4/24

El proceso al libro


Mathilde Albisson. 
El proceso al libro. 
La censura inquisitorial en la España del siglo XVII.
Cátedra Historia. Madrid, 2024.

“Durante más de tres siglos, la censura ejercida por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición española constituyó un potente instrumento de control ideológico y de represión cultural. Mediante el índice de libros prohibidos y múltiples actuaciones de vigilancia, el Santo Oficio ejerció una coerción férrea sobre uno de los principales medios de difusión de la cultura moderna: el libro. Restringió y condicionó el acceso a las producciones intelectuales, coartó la libertad de expresión y de pensamiento e influyó de manera duradera en las formas de leer y acercarse a los textos, así como en la labor de los escritores, impresores y libreros.
La censura inquisitorial se asentaba en un presupuesto que atribuía al libro un fuerte poder cultural e ideológico, capaz de acarrear consecuencias potencialmente nefastas en la esfera pública y social. El cometido de la censura, tal y como se percibía y ejercía, era imponer una ideología y una forma de pensar única, preservar el sistema de valores considerado constitutivo de la comunidad y asegurar la conformidad de los individuos con dichos valores, silenciando las voces discordantes que pudiesen quebrar esa cohesión. En este sentido, la censura inquisitorial formaba parte de una estrategia de control y de disciplinamiento no solo religiosa, sino también política y social, que buscaba asentar el Estado moderno mediante la eliminación de las discrepancias ideológicas. […] Progresivamente, se forjó en el seno del Santo Oficio un complejo sistema de control de la cultura escrita, que estuvo vigente hasta la extinción del Tribunal en 1834”, escribe Mathilde Albisson en la introducción de El proceso al libro. La censura inquisitorial en la España del siglo XVII, que publica Cátedra en su colección Historia. Serie mayor.

Se aborda en esta monografía, que tiene como base la tesis doctoral que la autora leyó en la Universidad Sorbonne Nnouvelle en 2020,  un riguroso examen de la censura desde la orilla del censor, la concepción de la censura como método de control de la cultura escrita y las formas de ejecutar su práctica, los criterios de actuación de los censores y la vertiente intelectual de la censura de libros durante el siglo XVII, menos estudiada que la del siglo anterior. 

Elaborado con una perspectiva diacrónica, el estudio refleja la evolución en el control de la actividad intelectual a través de la vigilancia estricta de la producción impresa y muestra los cambios de sus objetivos: desde la lucha contra la amenaza exterior del protestantismo al control de la heterodoxia interna y a la denuncia de las desviaciones de la ortodoxia fijada por el concilio de Trento. Lo resume así Mathilde Albisson:

El cometido de esta investigación es analizar el proceso de transformación que experimentó la censura inquisitorial durante un largo siglo XVII: estudia cómo esta herramienta de represión cultural e ideológica, focalizada originalmente en impedir la penetración en España de libros protestantes (y la circulación de obras que vehiculaban ideas consideradas afines), se fue centrando poco a poco en la represión de los disensos internos a la Iglesia católica, con el objetivo de disciplinar la cultura escrita de acuerdo con los principios contrarreformistas y de confesionalización.

Organizado en cuatro amplios capítulos, el primero de ellos delimita los procedimientos de la actividad censora y de sus herramientas, sus instrumentos y sus modos de actuación, de vigilancia y de ejecución de la censura de la palabra escrita. Se fijan así las tres etapas (denuncia, calificación y sentencia) del proceso inquisitorial, generador de un procedimiento judicial apoyado en diligencias policiales y administrativas; se caracteriza a los agentes de la censura (tanto los miembros de las órdenes religiosas que aportaban a los censores como aquellos que en las universidades elaboraban los índices de libros prohibidos) y se traza el retrato sociológico y el perfil intelectual de los denunciantes y de los censores. 

El segundo capítulo se centra en los aspectos intelectuales de la censura, especialmente en las notas teológicas y en sus herramientas terminológicas y conceptuales que usaban los censores para identificar y nombrar las desviaciones de la ortodoxia y para cimentar la base de la condena. A partir de la fijación de los criterios religiosos, políticos, morales y lingüísticos en los que se sustentaba el procedimiento inquisitorial. las notas teológicas fijaban las desviaciones de la ortodoxia tridentina: lo herético y lo erróneo, lo escandaloso o lo malsonante, lo blasfemo o lo injurioso.

Planteado como estudio diacrónico, El proceso al Iibro se marca como límites cronológicos dos índices: el catálogo del inquisidor Quiroga (1583-1584) y el de los inquisidores Sarmiento y Vidal (1707). Entre ambos, tres índices (Sandoval, 1612; Zapata, 1632 y Sotomayor, 1640, que junto con el de Sarmiento y Vidal son el objeto de estudio de la segunda mitad (capítulos tercero y cuarto) del libro.

El capítulo tercero estudia las distintas etapas en el proceso de elaboración de cada uno de los índices de libros prohibidos, sus aspectos formales (edición, estructura, frontispicio) y su base doctrinal: la Normativa censoria que se desarrolla en una serie de reglas generales que fijaban el criterio de actuación del censor: Herejía, Islam y judaísmo, Superstición, Adivinación y ciencias ocultas, Irreverencia o Anonimia.

Por último, el capítulo cuarto analiza el contenido de los cuatro índices, de 1612 a 1707, el corpus de autores y libros censurados en ellos y traza una cartografía del contenido de las materias prohibidas, las razones de la censura y los motivos de exclusión desde el protestantismo a la astrología, desde los textos de carácter espiritual, religiosos y doctrinales a los de opinión, polémicos, críticos y propagandísticos a la teoría política o a la literatura de ficción y entretenimiento: de La Celestina a Maquiavelo, de Justo Lipsio al Quijote, de la Silva de varia lección de Pero Mexía a Góngora, de la Floresta española de apotegmas y sentencias de Melchor de Santa Cruz.

“La presente monografía -resume la autora- pretende contribuir a la historiografía sobre la censura inquisitorial ofreciendo un estudio con una perspectiva diacrónica de las principales facetas prácticas y teóricas de la censura de libros ejercida por el Tribunal de la Inquisición española durante el siglo XVII. Examina no solo el resultado de la represión y vigilancia ejercida sobre la actividad intelectual y la producción impresa (i.e., los libros y autores censurados), sino también los mecanismos internos, los actores y los criterios de actuación de la censura. En otras palabras, este estudio indaga en el «laboratorio» del censor con el objetivo de responder a diferentes interrogantes atinentes tanto a la materia prohibida y a las razones censorias como a la praxis de la censura: ¿quiénes eran los agentes de la censura y cómo se repartían el poder censorio?; ¿cuáles eran los instrumentos y modalidades de administración y ejecución de la censura?; ¿de qué manera se concebían los objetivos y herramientas del control de la palabra escrita?; ¿cómo evolucionó la idea que se hacía de la censura inquisitorial y de sus cometidos?; ¿sobre qué problemáticas se basaba su actuación y a qué problemas se enfrentó?; ¿en qué consistían los criterios de corrección (religiosa, política, moral, lingüística) que guiaban la valoración de un libro?; ¿cuáles fueron los contenidos censurados? Son esas cuestiones a las que este libro pretende responder.”


Santos Domínguez 


3/4/24

José Avello. La subversión de Beti García



José Avello.
La subversión de Beti García.
Alianza. Madrid, 2024.

Es casi un desconocido, pero escribió dos de las mejores novelas que se han publicado en los últimos cuarenta años. José Avello (Cangas del Narcea, 1943-Madrid, 2015) publicó en 1984 la espléndida La subversión de Beti García y casi veinte años después, en 2002, la aún mejor Jugadores de billar.

Lo que asombra no es que novelistas mediocres, de prosa manifiestamente mejorable, hayan conseguido un prestigio inexplicable. Lo asombroso es que hayan llegado a esa cima de papel y suplementos venales a costa de oscurecer a quienes, como Avello, están a años luz de ellos desde cualquier punto de vista formal, temático, estilístico y hasta ético.

José Avello fue un raro admirable, un escritor de raza cuya exigencia le llevó a publicar sólo esas dos novelas imprescindibles. Fue finalista del Nadal en 1983 con La subversión de Beti García y en 2001 presentó Jugadores de billar al premio Alfaguara/BBVA, que ese año ganaría Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo.

Juan José Millás, miembro del jurado, recomendó publicarla a la editora de Alfaguara. Recuerdo que por entonces José María Merino me habló de esa novela como una de las mejores que había leído nunca. Poco después ganó el Premio de la Crítica de Asturias y el Villa de Madrid, y fue finalista del Nacional de Narrativa en 2002, pero aun así pasó injustamente desapercibida.

Y si eso ocurrió con Jugadores de billar, lo de La subversión de Beti García fue aún peor. Publicada por Destino y recuperada en 2019 por Trea, circuló casi secretamente después de haber sido finalista del Nadal cuando lo ganó Salvador García Aguilar con Regocijo en el hombre, una novela ilegible que empieza en la época de los vikingos.

Cuarenta años después, Alianza Editorial incorpora a su catálogo La subversión de Beti García, una de esas pocas novelas extraordinarias que contienen un mundo tan potente que abduce al lector, una obra sólida y deslumbrante, de admirable densidad narrativa y alta calidad estilística, con la revolución de Asturias, la guerra y la posguerra como telón de fondo de tres generaciones de mujeres. 

Estos son sus dos primeros párrafos:

No es necesario decir nada acerca de la época anterior, excepto que, aparentemente, todo marchaba bien. Mi hija nunca nos había dado ningún disgusto ni había mostrado apenas interés por lo que –según algunos de nuestros amigos con hijos de la misma edad– constituía el conjunto de vicios de la nueva juventud: el abandono en las drogas, el sexo precoz y las canciones en inglés (sin saber inglés) o con letras carentes por completo de sentido. No teníamos con ella ese género de problemas.
Pero hubo un día, poco después de que Beti cumpliese los quince años, en que sentí cómo se abría entre nosotros un pozo de miedo, un espacio cargado de repulsiva confusión que nos englutía sin dejarnos pensar y dominaba en nuestros actos inexplicables como si estuviésemos sometidos a una entidad superior, un tótem temido y deseado que nos conducía hacia el horror. Solo porque existió ese día he aceptado estar aquí recluido.

Esa peculiar voz narrativa de José Manuel, recluida y envuelta en el misterio y el secreto, se propone contar “una historia antigua y sórdida cuyo sentido apenas puedo apresar (y así es, creo, la historia de todos los hombres)”

Su verdadera identidad no se revela hasta el final de la compleja trama de la novela, cuando explica que “la historia de Beti García es mi historia y he vivido todos estos años para contarla, para contar mi parte, para decir que yo aún tengo memoria.” 

Y eso es, entre muchas otras cosas, La subversión de Beti García: una rebelión de la protagonista contra la mentira y la opresión y una reivindicación de la memoria de los vencidos frente a la amnesia colectiva, una subversión de la versión oficial de la historia construida por los vencedores y comúnmente aceptada incluso por los derrotados, una lucha por la libertad frente al encierro.

Una potente novela familiar narrada con una prosa diáfana y un ritmo fluido, cargada de tramas y personajes que alcanza su más alto nivel en las magistrales secuencias finales que aportan las claves de la novelauna indagación narrativa en la condición humana y en la intrahistoria contemporánea, a través de un cruce de miradas, planos temporales y perspectivas que no excluyen lo fantástico. 

Según decían, en el interior las moscas se adensaban por millares entre las largas sayas negras de la Muda y cuando se encabritaban por la presencia de un extraño, la hacían levitar.

Y una incursión en el horror cotidiano, el odio y la locura, en una atmósfera opresiva de reclusiones y pérdidas, de huidas y exilios, en un mundo de supervivientes y silencios, de puertas cerradas y años de fuga, en espacios como Ambasaguas y el bosque de helechos del Molino de la Veguina y en personajes como Betsabé (Beti García), su padre Baltasar, Eulalia la Muda, Don Leandro y su hija Rosario. Ramón el zapatero, el Boticario, Volga, Nachito Río y su mujer Beatriz, su hermana Berta o Acebal. Lugares y personajes que permanecerán imborrables en la memoria del lector que tenga el privilegio de leer esta magnífica novela, que tiene como final esta línea inolvidable: 

Mañana salgo del sanatorio. Y no sé qué hacer.

Santos Domínguez


1/4/24

Gabriel Miró. El humo dormido

  


Gabriel Miró.
El humo dormido.
Prólogo de Gastón Segura.
Drácena. Madrid, 2024.

De los bancales segados, de las tierras maduras, de la quietud de las distancias, sube un humo azul que se para y se duerme. Aparece un árbol, el contorno de un casal; pasa un camino, un fresco resplandor de agua viva. Todo en una trémula desnudez.
Así se nos ofrece el paisaje cansado o lleno de los días que se quedaron detrás de nosotros. Concretamente no es el pasado nuestro; pero nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acreditar episodios que rasgan su humo dormido. Tiene esta lejanía un hondo silencio que se queda escuchándonos. La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo estremece todo.
No han de tenerse estas páginas fragmentarias por un propósito de memorias; pero leyéndolas pueden oírse, de cuando en cuando, las campanas de la ciudad de Is, cuya conseja evocó Renán, la ciudad más o menos poblada y ruda que todos llevamos sumergida dentro de nosotros mismos.

Esos tres párrafos son el atrio que da paso a las veintidós prodigiosas estampas prosísticas en las que se organiza El humo dormido, un monumento verbal de Gabriel Miró que Jorge Guillén definió como “el Evangelio según San Gabriel.”

Organizado en dos partes, las doce estampas de El humo dormido y las diez viñetas de las Tablas del calendario entre El humo dormido, así comienza la primera de esas tablas, correspondiente al Domingo de Ramos: 

El Señor sale de Bethania, y sus vestiduras aletean gozosas en el fondo azul del collado. Es un vuelo de la brisa que estaba acostada sobre las anémonas húmedas y la grama rubia de la ladera; y se ha levantado de improviso, como una bandada de pájaros que huyen esparciéndose porque venía gente; pero reconocen la voz y la figura del amigo, y acuden, le rodean, y le estremecen el manto y la túnica; le buscan los pies, se le suben a los cabellos; porque los pies y los cabellos y las ropas del Señor, y ahora ya la brisa, dejan fragancia del ungüento de nardo de la mujer que pecó. 
La mañana de la aldea y del monte se rebulle muy mansa entre el abrigo del sol; y dentro del caliente halago aun queda un poco de la desnudez del último frío. 
El Señor se para y calla aspirando, por recoger más la delicia del aliento del día. Está todo redundado del precioso aroma. Un aroma promete una imprecisa felicidad, alumbra una evocación de belleza, es un sentirse niño, acariciado como niño siendo poderoso. Pero en la prometida felicidad siempre pasa un presentimiento de pena.

Los textos de El humo dormido aparecieron originariamente en La publicidad, un periódico de Barcelona, en entregas quincenales o mensuales, entre el 28 de febrero de 1918 y el 31 de enero de 1919, con una larga interrupción desde el 25 de septiembre hasta enero. Intercaladas en ese proceso, las tablas aparecieron durante la Semana Santa de 1918 o en las fechas litúrgicas correspondientes a la Ascensión, San Juan, San Pedro y San Pablo o Santiago, patrón de España.

Abre la  reedición en Drácena, que sigue recuperando la obra de Miró, un prólogo de Gastón Segura -‘Una invitación a El humo dormido’- en donde, además de destacar su influencia sobre los poetas del 27, explica la construcción del libro e indaga en su sentido a partir de la importancia crucial del tiempo con estas palabras: “Miró consideró al tiempo en El humo dormido inherente al acto de recordar, porque solo mientras se rememora -o sea, tras el paso del tiempo-, las experiencias son susceptibles de ser despertadas en su verdadero y universal sentido -o en su realidad última y común-; acontecimiento perseguido por cada una de las estampas de este libro. En definitiva; en Miró, el tiempo, en su otorgar lejanía al suceso, le confiere, a su vez, la experiencia imprescindible al sujeto -sea el escritor o sea el lector- para invocarlo con la certeza de despertar su verdadero significado en la existencia.”

Los doce textos que figuran bajo el epígrafe El humo dormido forman parte de la misma serie que el Libro de Sigüenza, Del huerto provinciano y Años y leguas, mientras que los diez capítulos de las Tablas del calendario tienen una evidente relación con Figuras de la Pasión del Señor.

Atravesados por una potente sensorialidad descriptiva que une imagen y sentimiento en su capacidad evocadora, los textos de El humo dormido surgen de recuerdos emocionales y evocaciones plásticas de la infancia y la juventud, de la recreación de atmósferas y la personificación del paisaje en una naturaleza animada y del protagonismo de la temporalidad y la mirada, de la emoción y la memoria, metaforizados en conjunto en esa imagen del humo dormido que recorre el libro para recrear también espacios interiores, como en este párrafo:

La casona, grande y muda como el huerto. Los viejos muebles semejaban retablos de ermitas abandonadas; había consolas recias y ya frágiles, arcones, escabeles, dos ruecas, floreros de altar, estampas bajo vidrios, una piel de oveja delante de un estrado de damasco donde no se sentaba nadie, lechos desnudos desde que se llevaron los cadáveres de la familia, y la cama de dosel y columnas del caballero, su cama aun con las ropas revueltas, de la que se arrojó de un brinco recrujiendo espantoso por la tos asmática de la madrugada... El comedor, que huele a frío y soledad, y, al lado, un aposento angosto y encalado, pero con mucho sol que calienta los sellos de plomo, los pergaminos, las badanas de las ejecutorias, de las escrituras, de los testamentos que hay en los nichos de la librería, en la velonera y hasta en los ladrillos; y penetraban en el aposento, quedándose allí como dentro de una concha, las voces menuditas y claras de las eras de Medina, rubias y gloriosas de cosecha, joviales de la trilla.

"La perfección de la prosa es en Miró impecable e implacable", escribió Ortega. Incluso en pasajes tan ásperos como este, en el que evoca el asesinato de una vieja vendedora de altramuces:

El portal y las bardas, bardas con vidrios y calabaceras velludas, se agusanaban de rapaces y mujeres de andrajos y desnudez pringosa. Penetramos en el tumulto y hedor de carne agria, de cabellos aceitosos, de vida cruda, de casta; gritos de fauces rojas, aliento de desolladura, risadas que parecían revolcarse en la sangre de los oídos clavados de la muerta. Disputaban imaginando su agonía: cómo debieron de agarrarla y trabarle las manos flacas y pajizas, que recordaban las patas de una gallina cocida; cómo le crujiría el pecho cuando le pusiera el asesino la rodilla para la fuerza de hincar la aguja. La aguja estaba doblada.
Me acongojé sintiéndome entre ellos, creyéndome entre ellos para siempre, chillando, sudando, oliendo lo mismo... Y para aliviarme me asomé al portal de la asesinada.
En lo hondo bullían unos hombres. Me dijeron que eran la Justicia. Yo nunca había visto la Justicia. Con el pie o con su bastón iban removiendo aquellos hombres todo el ajuar; harapos de mantas, cabezales, un cántaro sin asas, una escudilla de arroz, donde comería el gato y la vieja; una orza de engrudo, papeles ya cortados para los molinillos, tizones, esparteñas; todo lo hurgaban.

El tiempo, la memoria y la inocencia, el espíritu y la materia se convierten en motores de la palabra creadora de estos textos en los que la emoción y las sensaciones son raíces de la creación estética. Textos que reflejan la percepción del instante inmortalizado en la escritura, a través de una sensibilidad que relaciona el mundo del autor con el del lector en un conjunto elaborado de emociones, sensaciones y recuerdo para evocar no el tiempo perdido proustiano, sino el que se gana cuando lo recupera la memoria:

Desde la escalera de granito desnudo, oíamos el pisar reposado de mi padre, que esperaba en los claustros para besarnos antes.
Era muy tasada la visita de esa noche; y es la que más limpiamente sube del humo dormido. Nos vemos muy hijos; tocando y aspirando las ropas que aun traen el ambiente de casa y la sensación de las manos de la madre entre los frescos olores del camino. Le buscábamos los guantes, el bastón, lo íntimo del sombrero, todo como un sándalo herido. Le contemplábamos en medio de un arco claustral, sobre un fondo de estrellas y de árboles inmóviles de jardín cerrado.


Santos Domínguez 


29/3/24

María Sanz. Los maestros de Herat

 



LOS MAESTROS DE HERAT

Ellos solo vivían para quedarse ciegos. 
Pero antes, sus ojos convulsos agotaban 
resplandores, tatuándolos en libros 
para la ilustración de la memoria.

Pintar es recordar, decían entre velas, 
alejados del día y de la noche.
Manos que embalsamaban miniaturas 
luminosas con cálamos sombríos.

Ellos solo querían engendrar la belleza. 
Pero después el tiempo fue dorando
cada contemplación, la paz de sus pupilas. 
Pintar es recordar que todo sigue oscuro.

De ese poema, central en el conjunto orgánico del libro y en su significado, toma su título el último libro de María Sanz, Los maestros de Herat, que publica la Editorial Balduque.

Un libro que se abre con esta cita de Orhan Pamuk (“El maestro Mirek estuvo tres días y tres noches contemplando sin parar las páginas maravillosas de los libros legendarios de los antiguos maestros de Herat..., y luego se quedó ciego”) y que desde las tinieblas iniciales del primer poema construye un juego de espejos que da cauce expresivo a un yo oculto y latente, “tan lejos ya de todos y de todo.”

Juego de espejos en los que se reflejan la delicadeza oriental y la sutileza de la percepción, la palabra matizada y la mirada a lo hondo, la contención expresiva del sentimiento y el casi imperceptible trazo del miniaturista, la sensibilidad que se ejercita en lo leve y lo fugaz, la conciencia del tiempo y un secreto latido de jardines en las noches en calma, el fulgor del pájaro y la claridad del astro, la explosión de los sentidos, el perfume y la música o la armonía serena de los versos de sus gacelas que huyen hacia el deslumbramiento y la ceguera.

Y las palabras, que van por dentro del sueño y el silencio, más allá de la soledad y la desazón, hacia la claridad y hacia una luz más alta:

Tus palabras te esperan dentro. Vuelve 
 a ascender desde ellas sobre el mundo.

Santos Domínguez 



27/3/24

Francisco Umbral. Manual de instrucciones

  


José Besteiro.
Francisco Umbral. 
Manual de instrucciones.
 Renacimiento. Sevilla, 2024.

Umbral, fallecido en 2007, volvió a resucitar fugazmente en 2020 gracias a un documental titulado Anatomía de un dandy. […] Pero, ¿qué lugar ocupa Umbral en la historia de la literatura española ahora que ya falta menos de una década para celebrar los cien años de su nacimiento? No sé quién dijo que el sitio que cada cual ocupa en ese paraíso con aire acondicionado que es el Parnaso depende mucho de los acomodadores.
Efectivamente en estos tiempos digitales Umbral puede sonar analógico y seguramente desprende cierto tufo a alcanfor, porque el tiempo amarillea las vidas y los libros, y las modas pasan rápidamente de moda en el imperio de lo efímero, pero Umbral es un clásico moderno (de hecho, ya lo fue en vida) y conserva el supremo encanto de lo vintage. Es cierto que todo lo que nace vinculado a la actualidad corre el riesgo de quedarse viejo (de hecho, eso es lo que ha ocurrido con buena parte de su obra periodística porque ya se sabe que los artículos son de obsolescencia programada, como las lavadoras o los microondas, «antes se decía que servían para envolver el pescado»), pero hay obras suyas que permanecerán para siempre y ocuparán un sitio de honor en la Historia de la literatura española del siglo xx. Desde Mortal y rosa a Diario de un escritor burgués (dos libros en carne viva), pasando por Un ser de lejanías. Y por supuesto sus mejores libros de memorias: Memorias de un niño de derechas, La noche que llegué al Café Gijón, Las ninfas, Trilogía de Madrid y Los cuadernos de Luis Vives.

Así comienza José Besteiro “El ABC de Umbral”, el primero de los trece capítulos en los que ha organizado su Francisco Umbral. Manual de instrucciones, que publica Renacimiento en su colección Biblioteca de la memoria.

Ese texto, que funciona como introducción del volumen, apareció en la Tercera de ABC cuando se estrenó el documental Anatomía de un dandy.

Están ahí anunciadas, como en una obertura, las líneas que desarrollará Besteiro en este volumen, que se abre con un prólogo en el que Ángel Antonio Herrera señala que este libro es “un monumento con Umbral en pie, [...], un tratado de la vida y la obra de Umbral que va incluyendo además la biografía, literaria y vivencial, del propio Besteiro, en un tuteo virtuoso, en un desacato mágico, en un monólogo a medias en donde a menudo no sabemos si Besteiro se aplica de lector de Umbral o si son más bien las páginas de Umbral las que de pronto se han puesto a desentrañar a Besteiro. A ratos, no sé yo muy bien quién empuja aquí el empleo de biógrafo, y quién el de biografiado. Eso, sin olvidar que esto no es una biografía, sino un artefacto de indagación, a bordo del estilo, sobre Umbral como clima o juguete o desafío.”

Es esta no sólo una teoría de Umbral, sino un manual de instrucciones que explora las claves de su literatura e indaga desenfadada y profundamente en la vida y la obra de Umbral, en la importancia de su imagen y en la solidez de su escritura, en su impostura y en su estilo, en sus zonas oscuras y en sus laberintos biográficos,   en su sentido del espectáculo y en el resplandor de su prosa.

Teoría y crítica del escritor y de la imagen que va construyendo él mismo del escritor/personaje que se reinventa a sí mismo con el paso de Pérez a Umbral, sobre lo que escribe Besteiro:

En realidad, Umbral no era un self-made man, sino un selfie man hecho a sí mismo con material de derribo de otros. […]
Umbral es la herencia de muchos. Él se considera el epígono de un árbol genealógico en el que figuran Quevedo, Larra, Valle y Cela, pero la lista tiene muchas más ramas porque Umbral era un aldeano global, o, mejor dicho, un castizo cosmopolita que convirtió Madrid en un Manhattan manchego y en un París mesetario. Algo así como un afrancesado de Chamberí: desde Baudelaire a Proust, pasando por Sartre y Baudrillard, todos fueron fagocitados por su thermomix. Siempre a hombros de gigantes, claro.
Y es que, como decía Emerson, sólo los genios saben pedir prestado.
Y Umbral era un genio.

Un genio trabajador, habría que matizar, porque decidió desde muy joven fundir vida y literatura con una concepción cada vez más explícita del escritor como espectáculo desde un dandismo anacrónico que se reclama heredero de Larra, al que dedicó una estupenda biografía: Larra. Anatomía de un dandy.

“Si bien se mira, Umbral era un psicópata de la literatura. No escribía para vivir, sino que vivía para escribir y luego lo contaba. Más de cien libros y miles de artículos dan fe de su quijotada. Delibes dijo de él que escribía como meaba. En realidad, escribía como respiraba, pues ya sostenía Azorín que lo difícil no es escribir, sino pensar, y Umbral era un ensayista de farmacia de guardia. De Menéndez Pidal se decía que pensaba bien, pero que escribía mal. Umbral pensaba bien y escribía mejor”, afirma Besteiro, que aborda en estas páginas la compleja interrelación que hay en Umbral entre vida y literatura, su configuración como icono de la Transición, la impostura como refugio frente al dolor y su actitud vital y literaria como huérfano de hijo (Mortal y rosa), como viudo de madre con padre ausente (El hijo de Greta Garbo), la relación con las mujeres (los amores diurnos y nocturnos, Blanca Andreu y María Vela Zanetti) de un machista feminista, sus retratos a mano armada, las crónicas ensayadas y sus libros sobre escritores, que constituyen una historia chismosa de la literatura de Larra a Cela, de Valle a Lorca, pasando por Delibes o Gómez de la Serna.

Porque Umbral -añade Besteiro- “no fue un escritor sin género, como a veces se ha dicho, sino un escritor de muchos géneros y todos ellos cruzados: la crónica biografiada, el columnismo ensayado, la memoria novelada, el ensayo articulado. Salvo el teatro, los cultivó todos, y todos con originalidad y acierto.”

Y a partir de ahí, los capítulos de este Manual de instrucciones proponen un recorrido por el Umbral memorialista y el escritor de artículos, por el biógrafo y el novelista que representan su escritura múltiple y plural, escindida entre la persona y sus máscaras, porque, como dice Besteiro, “en realidad, Umbral fue dos hombres: Umbral y Pérez (Paco para los amigos). Lo digo porque la suya es la increíble y fantástica historia de un niño de la guerra a quien la posteridad le había reservado un brillante destino como botones de banco y, sin embargo, consiguió convertirse en Príncipe de Asturias de las Letras. Se trata de una de las metamorfosis más espectaculares de la cultura española del siglo xx: de Pérez a Umbral, un cuento de hadas escrito por él mismo donde se reservó el papel de ogro para defenderse de las muchas cornadas que le dio la vida. Por eso mismo nos vendió su storytelling de dandy y consiguió que nos lo creyéramos, pero lo cierto es que los dandis no mascan tiza para nutrirse de calcio ni comen cáscaras de naranja en su infancia. Se lo dijo una vez Oriana Fallaci: «Te pareces a Paganini, pero comes como un camionero».”

Con esa perspectiva se hace en estas páginas un recorrido por el Umbral confesional desde las memorias iniciales (Memorias de un niño de derechas y Los cuadernos de Luis Vives) hasta las memorias finales de Un ser de lejanías, pasando por la memoria de Madrid en su Trilogía de Madrid.

Esa memoria, que borra con frecuencia los límites entre géneros y funde el género memorial y la narrativa, atraviesa también novelas como Mortal y rosa o La noche que llegué al café Gijón. 

Umbral fue también un incansable y prolífico articulista, creador de un nuevo columnismo neocostumbrista, pop y posmoderno con su Diario de un snob o Spleen de Madrid en las páginas de El País, y luego en Diario 16 y El Mundo.

Y hasta en una obra como el Diccionario de literatura (1941-1995) aflora en primer plano el Umbral rey de la literatura selfie, el autor de una escritura del yo y de su máscara: “El ego de Umbral -escribe Besteiro- era exhibicionista, frívolo, cínico, irónico, humorístico, masturbatorio, un poco macarra y muy brillante, orgiástico, o sea. Pero las apariencias, como los líderes populistas, engañan. Exhibir su yo era la mejor manera que tenía Umbral de ocultarse. A fin de cuentas, Umbral hablaba de un personaje inventado, no de Pérez, pero todos nos creímos su fantasía.” Y es que en Umbral “el personaje se comió a la persona y a partir de entonces siempre fue con la mentira por delante.”

También sus ensayos biográficos (Lorca, poeta maldito; Larra. Anatomía de un dandy; Ramón y las vanguardias; Valle-Inclán. Los botines blancos de piqué) los escribe desde un cruce de géneros que los hace brillantes, heterodoxos e inconfundibles. El último de esos ensayos biográficos (Cela, un cadáver exquisito) es un sorprendente libro/traición en el que Umbral oficia el rito de matar al padre sobre el cadáver de un Cela que siempre lo había protegido. Quizá un rencor secreto explique su escritura. Es el  “aullido de resentimiento” al que aludió Anna Caballé en su espléndida biografía Umbral. El frío de una vida.

Con estas líneas resume José Besteiro la importancia de Umbral:

Hay escritores termómetro y escritores termostato; los primeros le toman la temperatura a la vida y los segundos se la cambian. Umbral pertenece a estos últimos porque no estrenó solamente una nueva manera de escribir («literatura es escribir como no lo hace nadie»), sino que puso de moda un abrigo y un nuevo modo de mirar el mundo: el umbralismo.

Santos Domínguez 






25/3/24

Castellet. Nueve novísimos

  


José María Castellet.
Nueve novísimos poetas españoles.
Austral. Barcelona, 2024. 

Estimado Sr.
Me pide usted una Poética.
Me acuerdo de aquella noche en que tocaba Johnny Hodges. Y un curioso le preguntó que cómo tocaba. Entonces Hodges se quedó mirándolo, cogió el saxo, y empezando JUST A MEMORY, dijo: Esto se toca así.
Mire Vd. Yo escribo igual que aquella gente se iba con Emiliano Zapata.
No sé qué decirle. Escribir, aparte de todo, me parece una especie de juego. La Ruleta Rusa, por supuesto.
Considerando, además, que mi verdadera vocación es jugador de billar o pianista.
Si tuviera que encerrar en una sola frase lo que pienso de mi trabajo, le diría aquella del maestro A. Breton: AQUÍ Y EN TODAS PARTES HAY QUE ACORRALAR A LA BESTIA LOCA DEL USO.
Suyo,
José María Álvarez 

Con esa Poética, provocadora, lúdica y lúcida, contestaba José María Álvarez a José María Castellet a la encuesta que había enviado a los nueve poetas que formarían parte de la antología Nueve novísimos poetas españoles que publicaría Barral en 1970.

Ordenados según la fecha de nacimiento, aparecían allí Manuel Vázquez Montalbán,  Antonio Martínez Sarrión, José María Álvarez, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero, Ana María Moix y Leopoldo María Panero. Y el conjunto se organizaba además en dos secciones: ‘Los seniors’ y ‘La coqueluche’, en los que alternaban el culturalismo y la estética pop, la tradición poética europea desde el Romanticismo alemán a las vanguardias y la contracultura o los mass media.

Nueve poéticas heterogéneas, tan dispares como la escritura de los poetas incluidos, abrían la selección de nueve o diez textos con los que quedaba representado cada uno de ellos. 

Enlazando con el final de su declaración poética, este es el primer texto de José María Alvarez: 


AQUÍ Y EN TODAS PARTES HAY QUE ACORRALAR A LA BESTIA LOCA DEL USO

El patizambo y la chepadita se aman apasionadamente y ofrecen, por tanto, en su doble aspecto, la mejor garantía para un "efecto armónico de segundo orden".
FRIEDRICH ENGELS

¡Siglo veinte, cambalache
problemático y febril...!
ENRIQUE S. DISCÉPOLO

Despide a Alejandría Nombre obscurísimo
Perdido en el bajorrelieve
                                          Oh Derrotado

"Hombre astuto que erró mucho
tiempo" como se asegura
al comienzo de
la Odisea Hombre que
evoluciona en el conflicto

                                         Qué historia

patética Incluso antes
El Viejo Lao-Tsé pensando
seriamente en ahorcarse

La maldición no está anticuada

Inutilmente perece la Vanguardia
Tranquilo Bajo nombres antiguos
El verdugo Bajo fuegos antiguos

Disipación de Inteligencia

                                            Toco
el piano para ti levemente
echada sobre tu cama Bajo
un techo confuso lleno de carteles

Porque sucede que los animales
con facilidad enferman

Que la prevención no evita
el rigor de sufrirlos
llevarlos a su última morada

Molestos como animales
Precisamente acostumbrados
a desaparecer sin ruido

Oh erótica y canalla mansedumbre

Ponga un pie primero sobre
la acera Luego suspenda
otro
Al grito "¡Viva Juana de Arco!" Déjese
caer penosamente
sobre la calle

Ojos Caras Manos Exvotos
de una grandilocuente Civilización
transfuga como Sade

Estructura económica del cadáver

Ya Fanon lo decía
                             La Tortura
es una modalidad de relaciones
entre ocupante y ocupado

Mas por encima del bien y del mal
y de los comic y del venerable
precedente de Antonín Artaud ya frío
con un zapato en la mano
Bajo el orgullo de la Soledad
Buenos días querida

Defiendo la Inteligencia y la Imaginación
Canto tus grandes ojos
Bella como Beatrice Henley en
el retrato que hizo Charles L. Dogson

Oh Defender la Libertad

Lucha a muerte contra la Muerte y contra
quienes con ella pactan

Descifrar Hierónimus Bosch
Cualquier sala con ectoplasma

Una dulce maravillosamente desnuda
sobre sábanas verde play boy

Histórico! Histórico!

Hablarte por ejemplo de E. G. Robinson
literalmente borracho

Monseñor en el sastre Monseñor
en el sastre por supuesto N'est
pas le même

El fenómeno de los novísimos carecía de un programa común mínimamente homogéneo. Había entre los nueve novísimos más diferencias que parecidos. Lo que vinculaba entre ellos a los poetas seleccionados por Castellet radicaba más en sus aspectos reactivos: la ruptura con el realismo y la poesía social, cuyas carencias formales y limitaciones de propósito eran palmarias a finales de los sesenta incluso para autores como Blas de Otero, que exploraba ya nuevos caminos estéticos con Historias fingidas y verdaderas, que aparece en 1970, el mismo año de los Nueve novísimos.

Cavafis, Saint-John Perse, Rimbaud, Lautréamont, Dylan Thomas, Ezra Pound, Eliot, Wallace Stevens, entre los poetas extranjeros, Borges, Octavio Paz y Lezama Lima entre los sudamericanos, o los españoles Aleixandre y Cernuda eran algunos de sus también heterogéneos referentes poéticos.

En la primera de las cinco secciones de su prólogo, Castellet analizaba la nueva sensibilidad poética que reflejan los textos de estos nueve poetas y señalaba que “las bases de la ruptura hay que buscarlas, entre otros factores extraliterarios, en los supuestos socioculturales que intervienen en la formación -y en la educación sentimental- de la nueva generación. Porque, aunque algo desfasado respecto a los de otras sociedades occidentales, el grupo generacional al que nos estamos refiriendo es, en España, el primero que se forma íntegramente desde unos supuestos que no son los del «humanismo literario», básico en la formación de las generaciones precedentes, sino los de los mass media, aunque en un medio histórico, político y sociológico distinto del de los equivalentes extranjeros.
[…]
En todo caso, la nueva generación, consciente o inconscientemente -esto es lo de menos- se formaba más que en contra, de espaldas a sus mayores. Y ahí residía no la polémica, sino la ruptura que había de traducirse en las obras que, de pronto, en una modesta aunque sorprendente irrupción, rompían una continuidad de tradición de la palabra escrita.”

En 2006 se reeditó Nueve novísimos poetas españoles con dos interesantes apéndices, uno documental, el otro sentimental. Esta reedición es la que recupera Austral en su reciente edición en formato de bolsillo. 

El apéndice documental -“La crítica”- incorpora las primeras reacciones de la crítica, entre diciembre de 1969 -antes de que se publicara el libro aparece una nota en la revista Triunfo, seguramente inspirada por Vázquez Montalbán, que escribía habitualmente allí)- y febrero de 1971, cuando Félix Grande publicaba en Caracas una reseña (“Poetas novísimos, vieja confusión”), que comenzaba así: “Un fantasma recorre la poesía española. Para unos, el fantasma es un libro: Nueve novísimos. Para otros, el fantasma es el cerco de desprecio o de ira que ese mismo libro solivianta en muchos de sus abundantes lectores.” Y añadía: “Los nueve novísimos no son un grupo generacional. Ni cronológica ni ideológicamente son homogéneos. El benjamín, Leopoldo María Panero, tiene veintidós años. Vázquez Montalbán, treinta y uno. Los supuestos estéticos, sociológicos, mitológicos de cada uno de ellos son, reunidos, un muestrario abrumador de la diversidad más excelsa. […] Buena parte de estos nueve poetas ni siquiera son semejantes a sí mismos. Y digo esto sin alegría y sin sofocación. Sencillamente, muchos de ellos están comenzando a escribir.”

Ese apéndice incluye también la curiosa carta que a título preventivo, antes de que se publicara la antología, enviaron a Triunfo Julián Chamorro Gay y Aníbal Núñez, que reflejan en ella “la sospecha de que tras esta actitud renovadora no existe más que una poesía metropolitana de evasión y de divertimentos formalistas.” Y lamentan, claro, no disponer ellos mismos “de plataformas de lanzamiento tan poderosas y sugestivas como la que José María Castellet ofrece a los poetas de Madrid y Barcelona.” Ay, la provincia.

El apéndice sentimental -“Hablan los novísimos”- recoge los textos en los que los nueve poetas homenajean a Castellet décadas después de la aparición del libro. ‘El mestre’ (Vázquez Montalbán), ‘El mejor jefe de marketing que he tenido’ (Azúa), ‘Un clásico de leyenda’ (Ana María Moix), ‘Sobre mi maestro José María Castellet’ (Panero) son los orientadores títulos de algunos de esos artículos y de la tonalidad general del homenaje a Castellet en sus ochenta años.

Más de cincuenta años después de su primera edición, siguen vigentes las observaciones que se apuntaban en la nota editorial de 2006, que empezaba así: “En la literatura castellana del siglo XX, Nueve novísimos poetas españoles no es la única antología que ha servido para fechar la eclosión de una nueva generación poética, pero sí es, sin duda, la más discutida. Ya había empezado a ser polémica algunos meses antes de aparecer, cuando se difundió la noticia de su próxima publicación; la distribución del volumen, en abril de 1970, fue saludada por un coro de voces más o menos amistosas con el antólogo y con los antologados, y también por algún alarido de escándalo.”

Dos muestras:

“Como testimonio -deprimente o no- de nuestra poesía actual, la antología es válida, atrevida, única. Y un fiel reflejo de nuestras actitudes: el rechazo de los valores morales, sociales y políticos que nos lleva a la negación de todo valor. En este sentido los más novísimos son los más «coqueluches». Y, por suerte, los menos poetas.” (Masoliver Ródenas)

“Me parece perfectamente justa mi exclusión de esta ensalada a lo divino. Castellet, doctor ignorante del reino, confundió esta vez la coqueluche con la menstruación. La antología, por lo demás, se asemeja a un montaje carpetovetónico de apoteosis revisteril donde algún poeta potable y otros varios muy mediocres han servido de coristas para que resaltase la figura de egregia, bilingüe y emplumada de la Celia Gámez de la novísima poesía en castellano, alias Pedro Gimferrer.” (Ullán)

Y ahí seguimos. Entre la amistad y el alarido.

Santos Domínguez